Siempre ha sido importante para la vida el hacer distinciones. Es importante para conocer la realidad y tomar buenas decisiones. Ya lo decía Descartes: Algo es conocido cuando se presenta al entendimiento como «claro y distinto». Un árbol es un árbol y es distinto a una mesa, aunque en ambos encontremos madera. Un automóvil de juguete es distinto a un automóvil de verdad, y el no reconocer esta distinción me llevaría a hacer el ridículo si pretendiera desplazarme por la cuidad en el carrito de juguete de mi sobrinito. Al mismo tiempo, esta distinción no supone una ruptura u oposición entre lo que se distingue. Puedo distinguir mi mano izquierda de la derecha, y sería una locura el pensar que si uso una la otra debe ser anulada o, peor, arrancada. Tanto la distinción como la integración y la armonización de lo que nos rodea es importante para la vida en general.
Ya en la teología protestante se había dado rupturas (indebidas) entre aquello que la teología católica ha distinguido y armonizado desde un inicio: la fe y la razón, la Sagrada Escritura y la Tradición, la gracia y la libertad, son algunos de los ejemplos más conocidos.
Hoy, algunos siguen presentando en relación de oposición aquello que siempre ha estado integrado en la vida de fe. Se pretende quebrar la relación entre la vida cristiana y la vida sacramental; entendiendo (de manera reducida) la vida cristiana como la aceptación de la fe en Cristo y sus consecuencias en el orden práctico (la vida moral y el servicio a los demás) pero excluyendo el ámbito litúrgico -en aras de combatir un “clericalismo” mal entendido-. Como si la vida cristiana pudiera vivirse a plenitud al margen de los sacramentos (“como a Jesús me lo encuentro en el vulnerable, ya no tengo que ir a misa”). O como si la vida sacramental me diera licencia para tener una vida moralmente laxa o una falta de compromiso con el prójimo (“como voy a misa y comulgo, ya no tengo que hacer nada más por nadie”). Y, sin embargo, nos olvidamos de lo que experimentamos en el día a día y aquello que Jesucristo ya nos ha dicho: “sin mí (Jesucristo) no podéis hacer nada” (Jn 15, 5).
Sin la vida sacramental ¡cuántas más caídas y desbarrancamientos tendríamos de los que ya tenemos! Necesitamos la gracia. Por eso nos dice el Catecismo: la Eucaristía es fuente y culmen de toda la vida cristiana (CEC 1324). Fuente, porque sin los sacramentos, y sin la Eucaristía en particular, es muy difícil (y en la práctica, para muchos, imposible) vivir como Dios nos lo pide. La vida activa de la Iglesia debe brotar de su vida interior. Y es culmen, porque toda la vida cristiana apunta y nos empuja a la comunión con Dios, cuya plenitud está en la comunión sacramental, anticipo del Cielo. Si alguien de vida sacramental no vive cristianamente, el problema no está en los sacramentos, está en aquel que libremente no corresponde a la gracia recibida en los sacramentos. El problema está en que el pecado aún gana… Y una vida de servicio al prójimo, si no culmina en la vida sacramental, termina siendo -a la larga o a la corta- insuficiente e insatisfactoria para el mismo corazón humano. Pues estamos hechos para Dios.
No nos engañemos ni nos dejemos engañar. Si bien es cierto que la acción de la gracia va más allá de lo sacramental, esta no se derrama si se desprecian los sacramentos, aquellos medios instituidos por Cristo mismo por amor a todos y cada uno de nosotros.
Es la vida sacramental y es la vida de servicio al prójimo en relación de armonía, en una interacción sinérgica (por usar una expresión actual), las que nos permiten, por la gracia misericordiosa de Dios, vivir aquella vida cristiana en la que se alcanza la verdadera plenitud del ser humano.
P. Marco Kiyan P.E.S.
Te invitamos a conocer nuestros cursos y charlas aquí